jueves, 2 de abril de 2015

La peste somos todos

Sí, en la desgracia había algo de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción... Uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil. Reux.

La lectura de La peste ha incluido tanto el placer que me produce la narración de Camus —ágil, elegante, amena, rica en imágenes, en olores, en sonidos, en humanidad— como la incertidumbre de no saber a ciencia cierta cuál es su mensaje. Así, me parece que dedica la primera parte de su obra a hacer una crítica del modo de vida “moderno”, hacia la mitad del siglo XX; una época en la que la humanidad parecía haber llegado a su cenit, ejerciendo su dominio sobre la naturaleza en base a su conocimiento y tecnología. Una población que vive dedicada al trabajo y a perder el resto del tiempo en actividades sin fondo y sin propósito. Una vida sin pasiones ni amor. Individuos que sueñan con ser algo y se pasan la vida siendo otra cosa, ilusionados con la apariencia del progreso, cuidando las apariencias. Una sociedad sin imaginación, burocrática, en la cual la responsabilidad se delega hacia arriba.

En una sociedad así, la peste viene a romper con la comodidad moderna, con el flujo sin sentido de la vida, con la ilusión de la supremacía del ser humano sobre la naturaleza. No obstante, las primeras reacciones de la población ante la peste se describen como la sensación de que se enfrentan a un gran problema, pero nada que no se pueda resolver y mucho menos que tenga consecuencias devastadoras sobre Orán. Posteriormente, el discurso del padre Paneloux, que busca una reflexión profunda sobre la vida y una vuelta a los principios fundamentales del cristianismo, tiene dos efectos: la conciencia de la situación y la consecuente búsqueda de la evasión. El problema lo van a resolver las autoridades y los médicos; los demás, solamente tienen que esperar y cuidar de no contagiarse.

En este contexto, resulta interesante la opinión del narrador y de Lambert sobre los actos de responsabilidad y de heroísmo de personas como Reux y Tarrou, a los cuales no atribuye mayor importancia. Cada quien hace, simplemente, lo que le dictan sus creencias, valores y deseos. Lo que nos hace más felices. Ni Paneloux sería más feliz quedándose callado, ni Reux guardado en su casa ni Tarrou haciendo como que no ve lo que sucede a su alrededor, de la misma manera que Cottard no lo sería no aprovechando la situación en beneficio propio. Desde esta perspectiva de depreciación de la responsabilidad y el heroísmo, resaltan a su vez dos personajes: Lambert y Grand. El primero como el periodista que no observa, que no se interesa por su alrededor, cuya única finalidad es escapar lo antes posible; que pasa por la vida sin vivirla, soñando con estar en otro lugar, en otro tiempo. El segundo, como encarnación de la perspectiva del autor, que hace lo que le toca hacer, lo que está a su alcance y dentro de su capacidad, con humildad y dedicación. Al mismo tiempo, es el gran perdedor, abandonado por una mujer que lo amaba y dedicado a escribir un libro sin pasar del primer enunciado y sin darse cuenta de ello. Camus no pudo escogerle mejor nombre.

Pero la peste arrecia y el narrador nos habla de la pérdida de la individualidad, que da lugar a la supervivencia colectiva, a la manada. ¿Qué significa entonces la peste? ¿La condición humana? ¿La brevedad de la vida, la sumisión a la naturaleza y sus condiciones, a pesar de la voluntad humana de ser diferente? En palabras de Tarrou, "Yo sé a ciencia cierta... que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella... Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca".

En medio del desastre, el narrador nos habla del sentido de la fe: no te puedes quedar a medias, lo tomas o lo dejas. Paneloux se dobla ante la dolorosa muerte del hijo del juez Othón; pone en duda su fe y la recupera y lo demuestra en su segundo sermón, donde habla con amor y humildad de cómo la peste es una prueba para la fe y una oportunidad para vivirla. Cuando más tarde se contagia, se pone en las manos de su Dios y muere.

El narrador no nos dora la píldora. Nos la da a tragar con su todo su sabor, olor y aspecto. En la muerte del doctor Richard, el optimista que pronosticó que la peste iba de bajada. En la resurrección de Grand y el poder del momento de la muerte para tomar decisiones que no podemos sostener en vida. En la locura de Cottard y la muerte de Tarrrou cuando la peste, finalmente, había cedido —no nos lo podía dejar, tenía que matarlo, porque el heroísmo no merece premio. En la pérdida del amor de Rieux y su reflexión final.

Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo. Rieux

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